“La depresión es una condición mental de lo más
desagradable, angustiosa e incapacitadora, pero, […], no se trata del único
síntoma de malestar que atormenta a la nueva generación nacida en el mundo
líquido y feliz” (Bauman, 2013, pp. 21-22)
La forma de ser moderna conlleva la necesidad obsesiva-compulsiva de
cambiar el mundo; establecerlo y deshacerlo continuamente a una velocidad tan
apresurada que sólo el maquinista del vehículo y unos pocos pasajeros consiguen
tolerarla sin abandonarlo ni detenerse. Una sociedad líquida, unos valores
líquidos; maleables, inseguros, inestables. Vivimos, como apunta Bauman en sus
estudios sociológicos más recientes, en un mundo líquido que nos ahoga.
La velocidad es la que marca
el ritmo, la diferencia. Ser moderno es estar en movimiento, estar a la última,
estar en órbita. Lo contrario sería lo estático, llegar a destiempo, quedar
excluido. El progreso llevaba consigo el propósito de integrar a la mayor parte
de la población dentro de una nueva sociedad: más homogénea, más equilibrada,
más “justa”, cuando paradójicamente,
para llevar ésta a cabo, necesitase prescindir cada vez en mayor medida de
grandes masas en movimiento.
John Carroll describe en su
libro Ego and Soul: the modern wets in
search of meaning (2008): “Quedarse quieto es
morir…El consumismo es el análogo social de la psicopatía de la depresión, con
sus dobles síntomas contrastantes de exasperación e insomnio” (Citado en Bauman, 2009, pp. 109-110).
En el imaginario hiperconsumista el abanico de posibilidades es ilimitado:
consumimos productos, servicios, mensajes, signos, símbolos, lugares, culturas,
personas…
Los medios de comunicación nos
abordan y desbordan. Asistimos a una continua desacralización de los cánones
establecidos en función de nuevas modas transitorias: lo bello, lo feo, lo kitsch, lo andrógino, lo étnico, lo
híbrido. La moda surgió como consecuencia de que “lo bello” de alguna forma
cayó en desgracia haciendo realidad el deseo de una sociedad de iguales; pero
lo que parecía convertirse en un potencial liberador terminó proyectándose
nuevamente como un mecanismo de exclusión, especialmente para aquellas grandes
masas detenidas, paralizadas, obstruidas. Por el contrario, los que permanecen
en movimiento por el universo consumista gozan de las efímeras fantasías
estéticas e identitarias que éste les brinda. Cuanto mayor sea la capacidad de
éstos para adaptarse a misceláneos cambios propuestos por el gran panóptico del
capitalismo global, más fácil les resultará obtener su fracción de “felicidad”
actualizada, aunque el costo de todo ello implique como consecuencia la
estetización de la vida cotidiana (Lipovetsky & Serroy, 2015) y la
desacralización consciente e inconsciente de sus propias vidas.
“El capitalismo puede destruir
el trabajo. El paro ya no es un destino marginal: nos afecta potencialmente a
todos, y también a la propia democracia como forma de vida. Pero el capitalismo
global, al declararse exento de toda responsabilidad respecto al empleo y la
democracia, está socavando en el fondo su propia legitimidad”. (Beck, 1998, pp. 92-93). Así como
Ulrich Beck menciona el desempleo como una de las principales consecuencias
negativas generadas por el efecto globalizador, la acumulación de residuos es otra de las
cuestiones que cada vez preocupa más a la sociedad, entre las cuales también se
encuentran aspectos como la superpoblación, la hambruna o el terrorismo.
Como ya se apuntó, el rechazo del mundo tal
y como lo conocemos es el principal rasgo de la forma de ser moderna y se
manifiesta con una obsesiva y compulsiva necesidad de cambiarlo todo.
Continuamente se generan nuevas pautas de comportamiento y creación de objetos
de consumo que de forma efervescente resultan caducos y obsoletos: en el primer
caso, cuestiones culturales como tradiciones, hábitos y costumbres quedan
relegados al subconsciente colectivo o en algunos casos directamente al olvido;
en el segundo, la gran cantidad de objetos probados, rechazados, desdeñados y
abandonados, generan como consecuencia un alto índice de contaminación además
de la necesidad de una mayor extensión para acondicionar vertederos. Podría
decirse que la modernidad es un continuo cruce de camiones cuyos destinos
serían el almacén y el vertedero.
Desde un punto de vista sociológico, no
sólo se aplica el término “residual” a estos objetos “inservibles” y en desuso,
sino a todo aquello que no ofrezca beneficio a la sociedad que es categorizado como residuo. En el caso
de una persona, si le acuñamos dicho término obtendríamos el de humano residual
(Bauman, 2013). En términos
morales, esta definición difícilmente podría identificarse con alguna clase
social, ni siquiera en el caso de las más desfavorecidas. En un primer momento,
si se piensa en ello, se relacionaría con aquellos casos de pobreza extrema y
exclusión, debido quizás a su carácter público, como es el de los llamados “sin
techo”. Y efectivamente, según la definición inicial, son en su caso humanos residuales, puesto que no
aportan beneficios desde el punto de vista material y “Superfluos” (Czarnowski,
1956, citado en Bauman, 2013) ya que difícilmente puedan volver a incorporarse
al circuito laboral. Pero si nos quedamos con la primera razón: no aportar
beneficios materiales y económicos a la sociedad, entrarían a formar parte de
este “selecto” grupo, todos aquellos, cualesquiera que fuese su oficio y
formación, que se encuentren en situación de desempleo durante un período de
tiempo como humanos residuales
tendiendo a superfluos. Más aún si
ésta condición se vuelve indefinida.
De modo que la visión de un humano residual no se limita tan sólo a aquellos
que se protegen del frío con cartones y demás aparejos en plena vía pública,
sino que también se hallan en acogedoras viviendas; estudian, ven televisión,
escuchan música, frecuentan cafeterías, van al cine. Y lo hacen con una cuidada
apariencia, con diferentes estilos y modas. Sucede con éstos lo que con esos
objetos declarados obsoletos por pautas hiperconsumistas,
tampoco parecen residuos.
Danièle Linhart en un capítulo de su
magnífico Maniére de Voir los define
del siguiente modo: “Estos Hombres y mujeres no sólo pierden su empleo, sus
proyectos, sus puntos de referencia, la confianza de llevar el control de sus
vidas; se encuentran asimismo despojados de su dignidad como trabajadores, de la
autoestima, de la sensación de ser útiles y de gozar de un puesto propio en la
sociedad”. Y si proyectamos una panorámica del problema encontramos al polaco Stefan
Czarnowski describiéndolos como “individuos declassés,
que no poseen un estatus oficial definido, considerados superfluos desde el
punto de vista de la producción material” y concluye que “la sociedad
organizada los trata como gorrones e intrusos, en el mejor de los casos les
acusa de tener pretensiones injustificadas o de indolencia, a menudo de toda
suerte de maldades, como intrigar, estafar, vivir una vida al borde de la criminalidad,
de parasitar en el cuerpo social” (1956, citado en Bauman, 2013).
Esta cuestión que cada vez preocupa más a
la población, va mucho más allá de la figura y el rol de un personaje
completamente público e identificable como el del homeless.